La naturaleza como terapia
- Humanísima
- 22 ago 2018
- 3 Min. de lectura

Mi mamá fue desde siempre una enamorada de la naturaleza. Recuerdo que hacía un curso de "pajaritos" y yo realmente estaba convencida de que estaba completamente loca. Francamente, ¿a quién se le ocurre salir con un libro y unos binoculares a identificar especies de pajaritos? Las peleas cuando íbamos de paseo a alguna reserva ecológica eran interminables. Ellos (mis padres) buscaban desesperados el remanso de la naturaleza y yo, con 18 años, no veía la hora de mudarme a microcentro (hablando de locuras...) Veinte años después, sin embargo, la naturaleza se tomaría su revancha. Caminando por un bosque de El Bolsón, después de pasar con mi marido y mi hijoncio 10 días de recorrer la costa Sur de nuestro país y haber hecho campamento en Parque Nacional Los Alerces, juntando cerezas de los árboles y florcitas del suelo, recuerdo que algo dentro de mi pecho "floreció", y mi cabeza, sencillamente se rindió a la majestuosa presencia de la Naturaleza. Me vi sumergida en una paz sobrenatural. El tiempo en pausa y los aromas, los sonidos, los colores y las texturas de ese bosque, de todos los bosques, los pájaros, los cielos azules, las tormentas vibrantes, el pasto verde de mi casa en El Palomar, la Santa Rita que cuidaba mamá, las flores de los Jacarandaes tapizando las calles de Ciudad Jardín... quedé transformada para siempre gracias a ese encuentro sobrenatural.
Esa visita a El Bolsón nos impulsó a un cambio radical en la vida. Al año nos mudábamos con mi marido a vivir en medio de la naturaleza, en una hectárea y media en Ing. Maschwitz.
Sin embargo, 35 años de neurosis bien adquirida no se resuelven tan sencillamente y la Naturaleza, con su silencioso poder, va despertando nuestro Ser amorosamente, para que no se asuste, para que no corra, para que no se vuelva a esconder. Cuatro años después, llevándole avena a mi Pampero, nuestro primer caballo, (mal llevado y testarudo, dicen que los animales se parecen a sus dueños), se me ocurrió acercarme a hablarle en el oído. Le canté un Ave María suavecito y desafinado. Estábamos en la parte trasera de casa, al fondo, en el bosquecito de eucaliptus. Pampero, mañoso como era, acercó su frente a la mía y se dejó abrazar. ¿Abrazaron alguna vez un caballo? Prueben y me cuentan. Por lo menos un año de terapia capitalizados en ese olor a pasto y avena que sólo saben tener ellos.
¿Y que tiene que ver esto con las flores de Bach? Todo. Nadie explica mejor que el mismo Edward Bach, verdadero inventor de este método: "La curación de los hermosos, puros y limpios agentes de la naturaleza es seguramente el único de los métodos que atrae a la mayoría de nosotros y muy dentro de nuestro ser más íntimo, algo resuena realmente como verdad, algo nos dice que éste es el camino de la naturaleza, y que es correcto. En la naturaleza buscamos con confianza todas aquellas cosas que necesitamos para mantenernos vivos: aire, luz, comida, bebida y así en más, es improbable que la curación de nuestras enfermedades y desgracias pueda quedar afuera de este gran sistema por el que se nos provee todo."
Ayer, como todos los domingos, volvíamos de Schoenstatt, y en un bañado vimos un pájaro gigante, blanco con las alas negras, pico y patas rojas. Apenas llegamos a casa, mi hija sacó los dos viejos libros que heredó de mi mamá. Se trataba de una Cigüeña y rápidamente anotamos fecha y circunstancias del hallazgo. Ya clasificamos más de 15 pájaros en 3 años.
Ah, si... salimos con los binoculares y los libros todas las primaveras, como dos locas... ¡quién lo hubiera dicho!
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