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Ser o pertenecer?


Nacemos cachorros.

Cachorros humanos pero, al fin y al cabo, cachorros.

En nuestros primeros años de vida somos extremadamente vulnerables. Dependemos de otros humanos adultos para ser alimentados, abrigados, cuidados y protegidos. Nuestras posibilidades de supervivencia sin un otro que nos cuide, son nulas.

Y es esta vulnerabilidad constitutiva la que nos impulsa de manera inconsciente, primaria y también primitiva a pertenecer a un clan. Tenemos una necesidad vital e intrínseca de vinculación.

Pero también, al ser cachorros humanos, y no un cachorro de cualquier otra especie mamífera, no es el instinto lo que funciona como “pegamento” entre adultos y niños desvalidos. Los seres humanos nos “pegoteamos” a través del amor.

Tal es así, que se ha descubierto que la falta de contacto puede matar. Comenta el Clor. Andrés Sanchez Bodas:

“A mediados del s. XIX miles y miles de bebés morían en los hospicios de todo el mundo a causa de una enfermedad que se denominó El Marasmo. En aquella época el Marasmo en instituciones se daba sobre todo a partir de los 6 y 9 meses de vida. Bebés aparentemente sanos, entraban en un estado de depresión, dejaban de mantener contacto visual, de alimentarse, de comunicar, hasta que “la enfermedad” les llevaba inevitablemente a la muerte.

En 1915 en Nueva York el doctor Henry Chapin llevo a cabo una investigación en la que se determinó que la mortalidad infantil en niños menores de 2 años en instituciones para huérfanos era del 100%. Otro médico en Baltimore, el Dr. Knox informó que sobre 200 niños de menos de un año de edad ingresados en un hospital, el 90% habían fallecido y el otro 10% había escapado al marasmo porque habían sido dados en adopción temporal o permanentemente.”

No podemos vivir sin los cuidados y el amor de nuestro clan. De ellos provenimos. Pero no sólo la sangre tira. Necesitamos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para “pertenecer”. Se nos va la vida en ello.


Morir para pertenecer

Tan trascendental es esta necesidad de pertenencia, que el niño, a medida que va creciendo, “aprende” a pertenecer.

Pendiente de lograr que sus mayores lo amen, está atento a lo que estos adultos sienten, piden y necesitan. Y el niño entonces, va acomodando sus primeros instintos, sus necesidades e impulsos más primarios, con el fin de garantizarse, básicamente, el amor y la supervivencia.

El niño aprende que es lo correcto, lo esperable y aquello que hace a sus mayores sonreír y ser felices. Aquello que debería ser y hacer para que sus padres “se dén” a su hijo. Y va excluyendo, domando y anestesiando esas partes innatas, propias de cada niño, que no “encajan” con las expectativas y leyes del clan. Las deja morir, sacrificando esas partes de su personalidad casi sin darse cuenta.

Así, el niño es capaz de dar la vida (literal o simbólicamente) por los suyos, de manera inconsciente y ciega.

Es que pertenecer, en esta etapa es más importante que ser.

En algunos casos, esta etapa se extiende hasta la adultez. En otros, toda la vida.


Ser la persona que verdaderamente soy

En algún momento, en el mejor de los casos, la persona entra en conflicto. Un dolor agudo comienza a sentirse en su alma. Algo no está bien.

Muchas veces es un conflicto externo: “mi pareja me pega”, “me echaron del trabajo”. Otras veces es algo más inaprensible, pero no por eso menos doloroso: “no sé qué me pasa, estoy tan angustiado”, “simplemente me iría, no sé, bien lejos”

Esa persona “enmascarada”, que desde niño ha necesitado recortar partes de sí mismo para garantizarse amor y supervivencia, está sufriendo. Así como es muy difícil vivir la vida sin las piernas, sin un ojo, sin un riñón, así de difícil se hace la vida si queremos transitarla sin esas partes innatas, que tuvimos que dejar morir para sobrevivir.

“Por debajo del nivel de la situación problema que plantea el individuo (es decir más allá de la preocupación generada por los estudios, la esposa, el empleador, su conducta extraña e incontrolable o sus propios sentimientos inquietantes) se advierte una búsqueda primordial. Pienso que, en el fondo, todos se preguntan ¿quién soy yo realmente? ¿Cómo puedo entrar en contacto con este sí mismo real? que subyace a mi conducta superficial? ¿Cómo puedo llegar a ser yo mismo?”

(en el proceso terapéutico) aprende que, en gran medida, su conducta y los sentimientos que experimenta son irreales, y que no se originan en las verdaderas reacciones de su organismo, sino que son sólo una fachada, una apariencia tras la cual trata de ocultarse. Descubre que una gran parte de su vida se orienta por lo que él cree que debería ser y no por lo que es en realidad. A menudo advierte que sólo existe como respuesta exigencias ajenas, y que no parece poseer un sí-mismo propio. Descubre que trata de pensar, sentir y comportarse de la manera en que los demás creen que debe hacerlo.

(según Sôren Kierkegaard) la causa de la desesperación recibe en no elegir, ni desear ser uno mismo y que la forma más profunda de desesperación es la del individuo que ha elegido a ser alguien diferente de sí mismo.

“Ser lo que uno realmente es”, he aquí la orientación vital que el cliente más valora cuando goza de la libertad para moverse en cualquier dirección.” Carl Rogers

La persona entra en conflicto entre su verdadero sí mismo y las expectativas y legados del clan. Muchas veces el conflicto no es evidente, pero el sufrimiento indica que “algo” adentro no está bien. Y esa persona comienza a buscar recursos para resolverlo.


La tarea del Facilitador de Constelaciones familiares con orientación Humanista

Este conflicto es nuestro campo de trabajo. Como facilitadores especializados en conocer las leyes que ordenan los clanes, podemos acompañar a la persona a asomarse a la historia y complejidad de su clan. Animarlo a darse cuenta de dónde proviene, cuáles eran esas exigencias, esos “deberías” que tuvo que atender para pertenecer.

Qué dolores ajenos carga, qué “causas” perdidas quiere reivindicar, que destinos fatales pretende resolver.

Las constelaciones familiares de Bert Hellinger son una herramienta privilegiada para ayudar a esa persona a “despejar” de su verdadero Sí mismo lo que pertenece a su clan. A devolver las historias que ya no está dispuesto a cargar, y a tomar (esta vez conscientemente y por elección voluntaria) aquellas que considera que lo constituyen como persona auténtica y única.

Este trabajo de constelaciones familiares habilita entonces un proceso de integración del sí mismo. La persona comienza lentamente a “ser más él/ella” apoyándose en la relación terapéutica que ofrece el Humanismo (especialmente bajo los lineamientos del Enfoque Centrado en la Persona, desarrollado por Carl Rogers) y comenzando a desplegar sigilosamente todo su potencial.


Clor. Agustina Ribicic

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